Gente de guerra y gente de pluma

“Los marineros son gente inurbana, que no sabe otro lenguaje que el que se usa en los navíos; en la bonanza son diligentes y en la borrasca perezosos; en la tormenta mandan muchos y obedecen pocos; su Dios es su arca y su rancho, y su pasatiempo ver mareados a los pasajeros” (El Licenciado Vidriera, Cervantes)

Almirante Don Álvaro Bazán

La opinión general sobre los marinos nunca ha sido precisamente buena. Tal vez tuviese algo que ver su penosa y hacinada forma de vida. De hecho, a toda la gente de remo y la gente de mar ya señaladas había que sumar la gente de guerra y la gente de pluma. En un principio eran los propios marineros, gente de cabo, a los que se dotaba de armamento para la batalla. Pero su formación y disciplina no era la más idónea para entrar en batalla y salir victoriosos. Si a eso añadimos las cada vez más “sofisticadas” armas que se usaban, es lógico que se considerase adecuado dotar de personal especializado a las naves. Se embarcan, por lo tanto, soldados profesionales en las galeras a los que se exige estar bien adiestrados. Podría considerarse el inicio de la Infantería de Marina.

Aquí podemos encontrar a los arcabuceros, diestros en el manejo del arcabuz, palabra que aunque parezca de origen árabe, proviene del francés arquebuse y esta, a su vez, del neerlandés medio Hakenbüchse, en la que haken es gancho y büchse es el cañón, es decir, cañón con gancho, ya que para manejarla se necesitaba una especie de caballete donde apoyarla. Así se establece que embarquen 30 arcabuceros por galera, encabezados por un cabo de escuadra, encargado de mantener su disciplina y adiestramiento. Pero también se disponía de armas de fuego de mayor calibre y alcance, normalmente culebrinas, falconetes y pedreros, a cargo del cabo lombardero, mientras que los arcabuces y resto de armas estaban a cargo del mayordomo de artillería. Para dar las órdenes y animar al grupo durante la batalla también se contaba con los tambores y un pífano, chirimías… todo ello bajo el mando del capitán de la gente de guerra, asistido por un alférez y un sargento. Aunque existe algo de controversia en cuanto al origen de la palabra alférez, parece que lo más plausible es que provenga de la palabra árabe al-faris, caballero que portaba el estandarte. El origen de sargento es la palabra francesa sergeant y esta, a su vez, del latín sirviens.

Con toda esta tropa embarcada es natural que se produjera alguna que otra pendencia, máxime con dos capitanes al mando. La gente de mar no aceptaba órdenes del capitán de la gente de guerra y esta difícilmente aceptaría órdenes del capitán de mar. Al final se optó por dotar de un solo capitán a las naves, bajo cuyas órdenes estaba toda la gente embarcada.

En un principio todo el control económico quedaba al cargo del cómitre. Claro que para controlar todas las cuentas e intendencia de tan numeroso tropel, y máxime tras los descuidos que cometían algunos cómitres con referencia a la pitanza, se estimó necesario otra gente. Y ahí surge la gente de pluma, con el veedor o intendente (del latín intendere, dirigir) a la cabeza, que era el jefe superior económico; el comisario, del latín committere, encargado de vigilar el cumplimiento de condenas y castigos; el pagador, de quien no hace falta explicar su función; el capellán, palabra cuyo origen es el mismo que la del capitán y que velaba por la higiene espiritual de todo el grupo; y el personaje sin cuyas crónicas tal vez hubiese sido imposible conocer nada de lo hasta ahora escrito: el escribano.

“…y allende del libro que ha de tener el nuestro veedor de las dichas galeras ha de tener un libro encuadernado que todas las cosas del esten con dicho señaladas y embarcadas del dicho nuestro veedor en el cual dicho libro el dicho escrivano ha de poner por memoria toda la gente que huviere e syrviere en la dicha galera…” Ordenanzas que nuevamente se hicieron para las galeras de Alvaro de Bazán, capitán. 1531.


Miguel F. Chicón Rodríguez (Capitán de la marina mercante). Nació en 1960 en Tánger, en una familia de pescadores. Miguel Félix Chicón, en sus años mozos, veía cruzar los barcos por el estrecho de Gibraltar y las puestas de sol en Cabo Espartel, el punto más noroccidental de África. Su destino, pues, estaba escrito. El mar iba a ser su vida.

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